Hay días que me siento extranjero en mis zapatos. Es lo que llamo la angustia del chimpancé en el espacio: una duda primal que me lleva a desconfiar del motor de toda supervivencia, a dudar de la experiencia y del instinto. Lo adquirido y lo heredado. ¡El horror!, diría el bueno de Conrad. Pero no, no se trata de horror, es más bien una fobia pasajera: aversión al existir, al saberme vivo;y se cura de la manera más sencilla: andando en bicicleta.
Hoy me desperté con el síndrome. Salté de la cama como si estuviera electrificada, y tarde cuarenta y cinco minutos en encontrar ropa que ponerme, y cuando la encontré tardé otro tanto en adivinar el cómo y el para qué de cierres y cordones, y ya se había hecho casi el mediodía y no sabía si lo más conveniente era desayunar o pasar directamente al almuerzo, y, como en la cocina no pude dar con nada que no estuviera vencido desde hacía una quincena, pasé al garaje y subí a mi bicicleta, y salí a la calle con cara de loco rabioso, y las viejas de enfrente me miraban, y seguro pensarían que otra vez me había dado el telele, y que no tardaría en venir la ambulancia del manicomio, otra vez, para internar al chico poseído por el demonio, y entonces fue cuando el poder curativo de la bici empezó a pegarme.
El pedaleo rítmico, el viento en la cara, los rayos del sol entre las ramas de los plátanos, los gorriones y calandrias, las chicharras, la transpiración, la vibración del adoquinado a través de las ruedas, un perro que me sigue y me tira un tarascón, las barreras eternamente bajas del ferrocarril, una chica con un culo al que sólo le falta la firma de Miguel Angel, un auto que casi me atropella. . . sí, definitivamente vale la pena seguir vivo un día más.