Me levanté bien temprano, desayuné frugalmente, fui a correr a la plaza, ordené mi habitación, almorcé un plato de arroz integral y una ensalada de brotes de soja y zanahoria rallada, tomé un te de habú, inserté Earth´Call de Awankana en el equipo de audio y me dispuse a meditar bajo el abedul del jardín sobre la existencia disoluta que había llevado hasta el día de ayer. Reproché mi conducta licenciosa que me había arrastrado a un infierno de adicciones y espantosos sufrimientos; focalicé la energía en lo bueno que todavía quedaba en mi interior. El sol brillaba en el cenit, una suave brisa estival acariciaba mi cuerpo y el gorjeo de los zorzales reverberaba en el éter como prueba irrefutable de la magnificencia de Dios.
Mi alma estaba colmada de dicha cuando una de aquellas nobles aves depositó su deyección sobre mi hombro desnudo. Miré entre las ramas en busca de consuelo y comprendí que nunca atraparía al culpable, eran demasiados y para colmo volaban. Tomé entonces el martillo de la caja de herramientas, bajé al sótano y pasé el resto de la tarde aplastando cucarachas en los rincones oscuros.