Anoche a las dos de la madrugada me despertaron los timbrazos insistentes del teléfono. "Carajo, ¿quién puede estar jodiendo a esta hora?", pensé. Era un familiar de la novia de mi hermano, sin anestesia me informó que un grupo de delincuentes los había secuestrado -a mi hermano y a su novia- de la puerta de la casa cuando se disponían a entrar. Quedé unos segundos petrificado con el teléfono pegado a la oreja y la boca abierta, parecía una mala película. Mi hermano mayor es de la clase de trastornados que anda con un arma abajo del asiento, o en la cintura cuando va de a pie, un típico ejemplar de la fauna esquizoparanoica del conurbano bonaerense; lo más probable si encontraban el arma era que los ejecutaran como a perros con moquillo. La chica que llamó quería el número de chapa de la camioneta de mi hermano para que la policía le tomara la denuncia. Podía escuchar un llanto ahogado por atrás de su voz, tal vez de la madre de la novia. Además me pidió encarecidamente que no tratara de hacer contacto al celular de mi hermano, que podía ser peor, dijo que le dijo la policía. Si un rato antes había estado profundamente dormido, ahora estaba más alerta que un árabe en una sinagoga.
Los cuarenta y cinco minutos siguientes no se los recomiendo a nadie, no entiendo cómo no me quedé completamente pelado de los nervios. Iba y venía por la casa, hablando solo, puteando, apretando los dientes; pensaba en todos los desenlaces posibles y terminaba siempre ahí, cara a cara con la muerte. Cuando volvió a sonar el teléfono sentí terror y una especie de extraño alivio, levanté el aparato esperando escuchar la voz desfigurada de un secuestrador con intenciones de negociar un rescate, o la voz de un policía somnoliento informando cómo se precipitaron los desgraciados acontecimientos, pero no, era otra vez la chica: contra todos los cálculos los habían liberado ilesos. Los chorros se habían conformado con robarles el vehículo y sus pertenencias para después dejarlos tirados en una villa miseria del conurbano. Milagrosamente, no habían encontrado el arma de mi hermano, podía considerarse un tipo sumamente afortunado.
Volví a la cama pero ya no pude dormir -quién podría-, había experimentado un desagradable roce con la muerte. Siempre está más cerca de lo imaginado, demasiado cerca, ahí nomás, atrás del timbre insistente del teléfono, agazapada, lista para dar su golpe.